Paulo Freire. Revista de
Pedagogía Crítica
Año 15, N° 17 Enero – Junio 2017
ISSN 0717 – 9065 ISSN
ON LINE 0719 – 8019
pp. 121 - 145
En
el laberinto de la Praxis Comunitaria Tensiones y desafíos para la enseñanza
universitaria
In the
labyrinth of Community Praxis Tensions and challenges for university education
El presente artículo
presenta algunos elementos fundamentales sobre la experiencia de enseñar y
aprender “praxis comunitaria”, cuando el espacio de trabajo involucra el
entrecruzamiento de diferentes actores: académicos, estudiantiles,
territoriales, y actores institucionales, todos atravesados por una misma
encrucijada: mejorar las condiciones de vida de un territorio, y sus
habitantes. El texto se detiene en un conjunto de reflexiones teórico
metodológicas que como equipo docente hemos ido desarrollando a partir de
nuestra experiencia formativa en sectores populares.
Palabras
claves:
praxis comunitaria, institución, escucha, reflexividad.
*
Universidad Academia de Humanismo Cristiano. e-mail: aduran@academia.cl
** Universidad Academia de Humanismo Cristiano. e-mail:
ileyton@acadmia.cl
*** Universidad Academia de Humanismo Cristiano. e-mail:
fariel.abarca@gmail.com
Fecha de
Recepción: 2 diciembre 2016
Fecha de
Aceptación: 5 abril 2017
The
present article reports some important elements of the experience of teaching
and learning "community praxis", when the work setting has changed -
leaving the classroom - and when this work involves the cross-linking of different actors: student academic
actors, Territorial actors, and institutional actors, all crossed by the same
crossroads: to improve the living conditions of
a territory, and its inhabitants. The text stop at a set of theoretical methodological reflections
that as a teaching team we have been developing from our experience of teaching
and learning community praxis in popular sectors.
Keywords: community praxis, institution, listening, reflexivity.
1. INTRODUCCIÓN: LA ACADEMIA A LOS TERRITORIOS.
No es para nadie sorpresa el que los procesos ligados a la enseñanza y el aprendizaje de nivel superior universitario hayan sido interpelados desde distintos lugares y por diferentes instancias, generando importantes interrogaciones sobre las prácticas, tanto a nivel pedagógico y epistemológico, como ético y político. Si bien es cierto que esta “crisis” de la enseñanza no es nueva, tampoco lo es el que se acentúa más en la medida que los intentos por materializar propuestas alternativas colisionan con sendas murallas siempre difíciles de sortear.
Ahora bien, no obstante esta discrepancia con la “realidad” educativa, las perspectivas críticas no han descansado de denunciar los efectos de dominio que provocan las formas tradicionales de operar en el espacio universitario, y a la vez de proponer estrategias que les puedan hacer frente. En este contexto, y sobre la base de planteamientos provenientes de la Educación Popular (Freire, 1970) o la tradición Hermenéutica (Gadamer, 1975), se ha enfatizado el desarrollo de pedagogías de la “pregunta” más que una de la “respuesta”, indicando la relevancia de producir espacios colaborativos de escucha del otro, más que de “disertación” en que el otro sólo ocupa el lugar del espectador. Desde estos puntos de vista se ha privilegiado una relación de “respeto” acerca de los saberes puestos en juego, en el bien entendido de que en un contexto educativo todos los participantes están dispuestos a aprender y a enseñar. Desde aquí se ha relevado la producción desde la “autonomía” de los estudiantes, asumiendo la posición argumentada sobre algún asunto para hacer algo con el conocimiento, que no se reduzca a la mera repetición de las ideas. En ese sentido, las apuestas críticas nos presentan el desafío de generar procesos de aprendizaje significativos para los actores, siempre sobre la base de una comprensión histórica y situada de los fenómenos, de respeto entre los participantes, y asumiendo que lo que está en juego es la posibilidad de incidir en la sociedad (Leblanc, 2017).
Cada una de esas consideraciones críticas sin duda ha puesto en jaque el quehacer de profesores y estudiantes al interior de las aulas académicas, todavía más cuando la universidad y sus actores se posicionan muy a menudo desde características “ilustradas” en el sentido más literal del término, esto es: desde posiciones de saber y poder que reproducen una cultura de la distancia, de la autoridad y la respuesta automática a problemas complejos.
Ahora bien ¿Qué ocurre cuando las prácticas de enseñanza y aprendizaje deben ser trasladadas desde el interior de las salas de clases hacia territorios y comunidades a menudo caracterizadas por la desigualdad, la injusticia, la fragmentación y la precariedad social? ¿Qué sucede cuando los desafíos a los que nos convocan las perspectivas críticas implican una labor en espacios territoriales o institucionales que no son los de la universidad? ¿Qué ocurre cuando las conversaciones de aprendizajes ya no son solamente entabladas entre profesores y estudiantes, sino además entre estos y el director/a de algún centro comunitario o presidente de una junta de vecinos, o con algún habitante del barrio que busca una orientación, o con niños y niñas que han pasado importantes horas del día jugando en la calle, en su plaza, en su cancha? ¿Cómo se despliegan los desafíos de una relación educativa basada en el respeto, la pluralidad, la creación, cuando lo que recorre el/la estudiante no es la universidad y sus aulas, ni sus bibliotecas, ni sus espacios de tranquilidad académica, sino calles de barrios deteriorados, a veces inhóspitos, tumultuosos por la vorágine de los territorios?
El presente artículo asume el desafío de presentar algunas reflexiones al respecto. No se trata de una guía de trabajo ni de un recetario de cómo enseñar fuera del aula, ni una sistematización de todo lo que ha sido nuestra labor de acompañamiento académico, sino más bien de un conjunto de problematizaciones teórico metodológicas que como equipo docente hemos ido desarrollando a partir de nuestra experiencia de enseñar y aprender praxis comunitaria, considerando la presencia de los actores mencionados. En este contexto, nos interesa reflexionar sobre cuatro elementos para nosotros fundamentales: la vinculación entre universidad y los procesos de enseñanza de la praxis comunitaria; la praxis comunitaria cruzada por el desafío de “escuchar” a los territorios y la institución; algunas tensiones que emergen en el proceso de praxis comunitaria; y generar algunos análisis acerca de los desafíos que este trabajo implica.
¿Por qué nos vemos llamados al desafío de enseñar praxis comunitaria? ¿Qué sentidos atraviesan este deseo? Entendemos que no es posible pensar la universidad y su rol en la sociedad, sin necesariamente volcar la mirada hacia todos los actores que forman parte de ella. Entendemos que la formación universitaria debe hacer todos los esfuerzos por encaminarse al desarrollo de prácticas reflexivas que logren incidir en el escenario social, articulando un esfuerzo por asumir que todo aquello elaborado desde la Academia debe traspasar sus límites propios, y comenzar a deambular en el ámbito de lo público; los conocimientos, las prácticas, las reflexiones, las creaciones artísticas de toda índole deben tener la posibilidad de permear el espacio social, al mismo tiempo que dejarse impregnar de sus características. Entendemos que la universidad sólo tiene sentido si está volcada hacia afuera, y que en la medida que lo está, se nutre permanentemente de sus características, generando procesos de incidencia recursiva: la universidad aporta y se retroalimenta.
En nuestro caso, y desde nuestra posición como profesores encargados en lo que denominamos praxis comunitaria, nos hemos enfrentado al desafío de forjar un espacio de acercamiento gradual de estudiantes al ejercicio profesional de la psicología, en espacios territoriales/institucionales concretos; se trata de la formación de estudiantes que desarrollan su quehacer en sectores populares, a menudo ubicados en territorios caracterizados por una importante desventaja social; a veces es Peñalolén o Santiago, en otras es La Pintana o Quinta Normal. En estas localidades hemos articulado los cruces entre la Universidad y el campo de lo público, desde lo comunitario, todo lo cual nos ha desafiado a las posibilidades de incidir en aquellos lugares, aprendiendo y enseñando con nuestros estudiantes.
Sin duda este contexto de vinculación puede ser entendido como un espacio intersticial: allí se condensan saberes múltiples, imaginarios, deseos, biografías de los participantes, e intereses de diverso orden. Primero, los intereses, deseos e imaginarios de la universidad y sus actores – fundamentalmente estudiantes y profesores-: imaginarios de colaboración, acompañamiento, entretención y recreación, producción y difusión de conocimiento, de aprendizaje y crecimiento colectivo. Luego están aquellos deseos e imaginarios provenientes más bien de las instituciones con las cuales la universidad mantiene una suerte de convenio, se trata de actores clave, toda vez que mantienen una suerte de cotidianidad en aquellos espacios que podríamos llamar de relegación sociopolítica: las poblaciones de Santiago. Las más de las veces contamos con instituciones que albergan a profesionales de diversas disciplinas y con modelos de trabajos diferentes, pero aunados en la convicción de que la realidad cotidiana de postergación de los sectores populares hay que transformarla. Por último, encontramos los imaginarios, los deseos y sueños de los mismos habitantes de los territorios: aquellos de adultos mayores que han visto pasar con los años la memoria de sus espacios cotidianos de vida, o niños/as y jóvenes que imaginan el futuro de acuerdo a las posibilidades que le otorga su historia; imaginarios de personas trabajadoras, a veces migrantes provenientes del algún país vecino. Como se ve, se trata de un espacio intersticial de mucha densidad.
En este contexto, entendemos que el espacio universitario está enfrentado a un llamado urgente de permanente producción, reflexión y mirada crítica de nuestras sociedades, que sea capaz de contribuir al cambio social y cultural de nuestro país, interpelando a la realidad social desde prácticas que logren, sino generar grandes cambios, sí por lo menos provocar movilidad que vaya en esa dirección.
En el derrotero de nuestro trabajo como profesores, se nos han abierto preguntas sobre las “instituciones” y “territorios”, “lo comunitario” y la formación profesional universitaria. Estas preguntas se han incrementado más aún con el atravesamiento[1] en nosotros sobre la coherencia de los procesos de enseñanza, las expectativas de los diferentes actores, la efectividad del trabajo, el sentido respecto de los desafíos que presentan las iniciativas a implementar en los diferentes espacios.
En primer lugar y como se ha señalado anteriormente, nuestra perspectiva se orienta sobre, y apuesta por “una pedagogía de la pregunta”. Por una parte, de acuerdo a lo expresado por Freire, Faúndez y Revert (2010), entendemos que “el origen del conocimiento se encuentra en el acto mismo de preguntar” (p. 72), es decir, de generar interrogaciones sobre cómo pensamos, cómo actuamos, y cómo sentimos cuando nos volcamos en una labor de enseñar para trabajar en los territorios. Esto es importante, debido a que desde nuestro punto de vista enseñar praxis comunitaria difícilmente se puede lograr acudiendo a las clásicas formas de la docencia académica, esto es, recitando de memoria importantes ideas de grandes intelectuales, y, aunque en algunas ocasiones hemos participado de aquella forma, rápidamente nos damos cuenta que des-focaliza los resultados de aprendizajes a los que queremos llegar. De ahí que más que transmitir un planteamiento para responder algún problema, lo que articulamos es más bien las posibilidades de la pregunta en el estudiante, de la inquietud, precaviéndonos acerca de lo que en algún momento sostuviera Paulo Freire (1970):
(…) se han olvidado de las preguntas, tanto el profesor como los estudiantes las han olvidado […] [donde por el contrario] la enseñanza, el saber, es respuesta y no pregunta (pp. 70-71).
Esta apuesta inversa a la naturalización educativa que enfatiza la respuesta, nos ha convocado, como docentes universitarios, al propósito de preguntarnos por estos saberes que detentamos para enriquecer el espacio educativo. Pero también, un énfasis en la pregunta nos ha posibilitado ir generando un proceso inicial de relación educativa, en que los posicionamientos de unos y otros, estudiantes y profesores, van esclareciéndose y compartiéndose. En esta línea de trabajo se ha tornado importante saber de la trayectoria de los mismos estudiantes, sobre los elementos que los movilizan en la vida, así como para ellos ha cobrando relevancia conocer nuestros deseos y expectativas, nuestras formas de mirar la vida. Diríase que la praxis comunitaria, en el ámbito de la formación universitaria, “comienza por casa” en el sentido de que hay una familiarización inicial entre docentes y estudiantes. En este marco de consideraciones, se dibuja un contexto de rica complejidad en el que cobra especial relevancia el ejercicio de interrogarnos por nuestras realidades cotidianas y las de nuestros habituales territorios; se trata de articular una experiencia de diálogo sensible y constante entre el profesor y estudiante.
Algunos de los que hemos abrazado la praxis comunitaria, nos hemos vinculado rápidamente con nociones operacionales como “territorio”, “comunidad”, “centros comunitarios”, “instituciones”, “políticas públicas y sociales”, “prevención”, “promoción”, “reparación,” “diagnóstico”, entre otras. Y seguramente no podía ser de otra forma, pues este tipo de trabajos está atravesado por iniciativas que se proponen alcanzar alguno de estos elementos; son parte de su memoria, diríamos. Ahora bien, al ir haciendo camino en los procesos de enseñanza y aprendizaje con nuestros estudiantes, partimos de la base de que no basta con asimilar estos conceptos porque así lo indica la tradición especializada, sino que justamente hay que revisarlos críticamente. Es verdad que en cada conversación estos términos aparecen, y en discursos heterogéneos: a veces para legitimar las prácticas institucionales, para contextualizar alguna labor, para rechazar alguna iniciativa, para generar procesos de identificación, para encuadrar los proyectos, para hacer presente algún tipo de demanda sobre la que habrá que trabajar, etc. Pero ¿Qué sentidos vehiculiza la idea de “comunidad” cuando el sujeto de la enunciación es un poblador? ¿Qué significaciones se producen cuando un director habla de su propia institución? ¿Cuáles son los repertorios de interpretación que se generan cuando, en el marco de una demanda de trabajo hacia los estudiantes, aparecen propuestas que emergen desde algún programa social, y que se relacionan con ideas como “prevención”, “promoción” o “reparación”? ¿Qué elementos se ponen en juego cuando alguna de estas nociones aparece en el contexto de una conversación con un profesional de trato directo, encargado de implementar talleres para jóvenes, adultos o adultos mayores? ¿Qué se moviliza, en fin, cuando de alguna manera estas ideas surgen del intercambio de palabras con un niño de una población determinada?
Es aquí donde aparece un desafío complementario al de articularnos desde la pregunta. Es cuando vamos aprendiendo sobre la necesidad de ir transitando hacia una “escucha” activa de los relatos. Esto para nosotros es relevante, porque sin duda hay una diferencia sustancial entre “oír” y “escuchar”. En el marco de un trabajo de praxis comunitaria, lo perentorio es ir afinando una escucha de lo que cada uno de los actores va relatando: escuchar lo que dice la institución, lo que dicen los habitantes de cada territorio, lo que dicen los profesionales y trabadores de una institución, atender lo que dicen los vecinos organizados y los no organizados, lo que dicen aquellos que recién llegan a algún sector, y lo que dicen los más pequeñitos. Todos y cada uno a su manera, sin duda dicen muchas cosas, y todas esas cosas en general se pueden oír, sin embargo, de lo que se trata es de prestar una disposición de “escucha”, y esta es sin duda una operación más compleja. En efecto, escuchar los relatos, los discursos, lo que se dice con más o menos fuerza, con más o menos titubeo, con las actitudes, con el cuerpo, implica poner una atención para identificar cómo es que se relata sobre algún tema, qué posiciones ocupan los que narran algún elemento, vale decir, supone analizar por qué se dice tal o cual cosa respecto de algún asunto, y reflexionar por qué se dice de cierta manera y no de otra.
Escuchar supone, entonces, tomar una cierta distancia de lo dicho, y emprender un ejercicio de análisis, in situ, de las formas del decir. ¿Cómo habla alguien que está atravesado por una institución que recibe financiamiento del Estado para desarrollar sus proyectos? ¿Cómo habla un profesional encargado de trabajar habitualmente con familias que presentan diferentes dificultades en sus vidas? ¿Cómo hablan los vecinos y vecinas acerca de sus experiencias de vida, sus deseos de crecimiento familiar? ¿Cómo y de qué hablan, en fin, los niños y niñas de sectores populares, a través de sus dibujos, pinturas, y sus juegos? La identificación de estos elementos, en el orden de la formación en praxis comunitaria, reviste una importancia teórica pero con implicancias sumamente prácticas: al “escuchar” con detenimiento los relatos de los actores de un territorio o una institución, los estudiantes y profesores nos encontramos, primero, con nuestras propias maneras de mirar las cosas, con nuestras perspectivas, pero en segundo lugar, nos topamos con una serie de “encomiendas” o “encargos” (Lapassade, 1980) que debemos analizar, porque será sobre ellas que trabajaremos luego a partir de iniciativas comunitarias.
Esto se debe, fundamentalmente, a que nuestra presencia en los territorios y en las instituciones no es casual; llegamos a ellos porque se nos solicita contribuir en los procesos de fortalecimiento que están, a veces, ya iniciados, de modo que tanto los profesionales de los centros territorializados, y los habitantes del sector esperan algo de nosotros, que se traduce en una “encomienda” (Lourau, 1994). Ahora bien, la práctica inicial de la “escucha” implica leer de buena manera estos encargos, porque después de todo, de esto dependerá el trabajo que luego será implementado. Pero aquí es donde debemos tener precaución: las encomiendas territoriales o institucionales están atravesadas por elementos “instituidos”, “institucionalizados” o “instituyentes” (Lapassade, 1980), y “escuchar” tanto por parte de los estudiantes como de los profesores implica poner atención a la emergencia de estos tres elementos.
En efecto, todos los espacios sociales se componen de elementos instituidos (Castoriadis, 1974), que vendrían a ser las prácticas cotidianas desarrolladas tanto por los habitantes del sector como por los profesionales que allí se encuentran realizando alguna labor. “Lo instituido” dice relación con los “ritos” que día tras días se despliegan para dar vida a los diferentes territorios. Son las formas de hacer rutinarias, acostumbradas, que llevan a cabo los diferentes actores sin preguntar ni analizar nada, porque “así se ha hecho siempre”. La vida cotidiana de los territorios tiene sus propios instituidos, como hacer las compras, trabajar, participar de la vida colectiva del barrio, recrearse, etc. Pero también las instituciones tienen sus propios instituidos, como los de hacer las visitas domiciliarias correspondientes a las familias que están atendiendo, realizar los talleres que las planificaciones anuales contemplan, generar atenciones de acuerdo a los protocolos que se han estipulado, etc. En cada una de estas acciones, las preguntas, inquietudes o interrogaciones ceden el paso hacia un hacer ininterrumpido, de tal forma que los actores invierten energía en una cadena de actividades que casi no tiene pausas. Lo instituido habla de la cotidianeidad de los espacios, o de la naturalización de las acciones en ella.
Pero a veces ocurre que esta cotidianidad se ve cruzada por fuerzas que pugnan por la interrupción, perturbando así ese hacer rutinario: es entonces cuando emerge lo “instituyente” (Castoriadis, 1974). Lo instituyente en un espacio territorial o institucional habla de la necesidad de cambio, de dejar de hacer el trabajo de la misma manera como se ha venido desarrollando. Esto surge, generalmente, en contextos de tensión o agobio, cuando se considera que las prácticas desplegadas ya no dan respuestas a los objetivos que persiguen. De tal suerte que siempre lo instituyente instala una inquietud suspicaz, una pregunta insidiosa, una sospecha, un malestar respecto de aquellos elementos que se encuentran naturalizadas, perturbando la tranquilidad de lo instituido. Lo instituyente se presenta como el acontecimiento en medio de la tradición, como la posibilidad de diferir en ese contexto en que los ritos se desenvuelven. En algunas ocasiones, las fuerzas instituyentes nacen desde propuestas creativas e innovadoras para cambiar el estado de cosas en un barrio, en una población o en algún centro de atención para niños/jóvenes o adultos, o para transformar lógicas institucionales enquistadas que han terminado por cosificar las prácticas sociales. Lo instituyente es la puesta en juego del deseo por trastocar lo existente.
Sin embargo, las salidas a estas pugnas entre lo instituyente y lo instituido pueden ser variadas, y dependen de cada caso en que la tensión aparece. En algunos momentos, la tendencia puede ser favorable al cambio, lográndose generar procesos creativos que modifican las prácticas más arraigadas; pero en otros, la fuerza de la costumbre termina imponiéndose, impidiendo cualquier tipo de modificación o transformación. Cuando ocurre este segundo proceso, hablamos de la presencia fuerte de la “institucionalización” (Castoriadis, 1974). Este elemento emerge cuando el margen de maniobra para cambiar las formas de hacer y pensar en un espacio territorial o institucional se reduce a grado cero, cuando las prácticas están tan naturalizadas que no es posible articular alguna diferencia, o algún punto de fuga. De modo que las prácticas desarrolladas por diferentes actores se perpetúan en el tiempo, solidificándose en cada una de las iniciativas o proyectos. Aquí, por ejemplo, a un habitante de un barrio no le queda nada más que seguir haciendo lo mismo de siempre, tanto como al profesional no le queda más que adecuarse a la repetición de sus tareas.
Pues bien, en el marco de la formación universitaria sobre praxis comunitaria, “escuchar” el juego que se articula entre estos procesos es fundamental. No solamente porque desde aquí cada estudiante podrá ir conociendo dinámicas específicas de los territorios e instituciones, de los habitantes, los futuros colegas, y de los espacios comunitarios en los que ejerce su trabajo, sino además porque de esa escucha atenta dependerá la elaboración de la “demanda” que puede hacer, a modo de proposición de iniciativas concretas para su implementación. Que los estudiantes puedan elaborar una “demanda institucional” es uno de los primeros pasos a seguir en los procesos de estas características, porque evidentemente pueden existir muchas encomiendas provenientes de diferentes lugares, pero los y las estudiantes deberán estar atentos respecto de lo que se puede ofrecer como respuesta a ese encargo, siempre con mucho criterio de realidad. En buena medida, el paso de la “encomienda” al de elaboración de la “demanda”, a través de la “escucha”, se trata de un proceso de análisis que deviene en negociación: se analizan las diferentes maneras de pensar y hacer de los actores implicados en el trajo solicitado. Se trata de un proceso de análisis sin duda complejo ¿las encomiendas institucionales coinciden con los deseos de los pobladores? ¿los encargos de los pobladores adultos, coinciden con la de los jóvenes? ¿las encomiendas de la plana directiva de una institución están en coherencia con la de los trabajadores encargados de implementar lo diseñado? ¿Qué lectura debe hacer un estudiante cuando lo instituido tiene una fuerte presencia, y proviene de algún sector particular de los trabajadores, no adecuándose a lo que indica la Dirección? ¿Cómo deben leer las y los estudiantes lo que acontece, cuando fuerzas que desean innovar se enfrentan con la realidad rutinaria de las familias del barrio, con sus prácticas habituales, cargadas de una importante institucionalización?
En el fondo, a través del énfasis en la escucha, estudiantes y los profesores aprendemos sobre la importancia de lo que se pone en juego en esta fase del proceso: aprendemos sobre un enfoque para trabajar y proponer. En efecto, lo que está en juego es siempre la posibilidad de “ver”, porque en el fondo no hay distinción entre ver y escuchar toda vez que esto último está posibilitado por una cierta manera de apreciar las cosas. Lo que observan y escuchan las y los estudiantes, coincide con las “formas” de hacerlo. Así, nos damos cuenta de que el ejercicio es recursivo, de ida y vuelta: cuando nos disponemos a escuchar qué dice un territorio o cómo habla una institución, lo hacemos siempre desde alguna perspectiva en particular, porque ninguna escucha se da en el vacío, ni en abstracto. De ahí que la pregunta se devuelva al estudiante: ¿cómo ve lo que se escucha?
La siguiente experiencia de praxis comunitaria se enmarca en el contexto de formación profesional para estudiantes de tercer año de Psicología, de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano, realizadas en 2016. Estas actividades curriculares se insertan en el plan de estudios, tendiendo al aprendizaje y desarrollo de competencias profesionales en los ámbitos organizacional, educacional, social-comunitario y clínico. En este contexto, se han desarrollado un total de 6 proyectos o experiencias de intervención, distribuidos en 3 sectores de la capital, 4 en la comuna de Santiago, cada una con objetos, temáticas y grupos de trabajo diverso. Por razones de extensión y de objetivo de este trabajo, nos limitaremos sólo a presentar una de nuestras experiencias, con el objeto de ejemplificar las posibilidades del ejercicio de escuchar.
El caso comunitario, que denominaremos “experiencia 1”, corresponde a una propuesta de intervención comunitaria en una población del sector sur de la capital. Esta experiencia fue coordinada por los profesores de la asignatura y una institución sin fines de lucro que opera en territorio con un proyecto de capacitación laboral y de fortalecimiento comunitario[2]. Para el desarrollo del proceso solicitamos inicialmente a la institución contraparte el levantamiento de una “encomienda” que orientara una actividad de tipo comunitaria en torno a necesidades del sector y/o grupos objetivo visualizadas por la institución; luego, en un entorno de aula, se transmitió esta encomienda a los estudiantes de la asignatura; el propósito de esto fue realizar un análisis inicial, buscando reflexionar sobre temas que iban en dirección a la construcción de una “demanda” institucional desde el enfoque comunitario.
La encomienda partió, en primer lugar, con una historia sobre el desarrollo organizacional al alero de una fundación, cuyo objeto guardaba relación generar capacitaciones laborales que permitieran rehabilitación y reinserción social de personas infractoras de ley y privadas de libertad. En este contexto, un grupo de trabajo de esta organización, bajo una perspectiva sistémica y comunitaria, buscó ampliar el marco de acción institucional para abordar el impacto sobre sectores y contextos de vida complejos, con el objetivo de generar fortalecimiento de los ambientes del barrio. El propósito de la encomienda dirigida hacia las y los estudiantes consistió en solicitar apoyo de este trabajo, sobre un proyecto de convivencia vecinal y la identidad barrial que ya estaba en ejecución.
En este análisis preliminar con los y las estudiantes, pudimos identificar diversas categorías y tópicos en juego, como lo institucional/organizacional, las condiciones de pobreza y sus dinámicas de reproducción cíclica, la delincuencia, los prejuicios sobre sectores populares y sobre éste en particular, la injerencia de la psicología, la perspectiva comunitaria, posibles estrategias de acción, entre otros. El proceso de “escucha” y construcción de demanda fue productivo y determinó la necesidad de trabajar tendiendo hacia dos objetivos: por una parte, fomentar la participación de niños y niñas, y por otra, la de adultos. Frente a estos propósitos dos premisas fueron de interés: la promoción de derechos de infancia, y el estudio de la memoria local, respectivamente. Con esto, el grupo de estudiantes se dividió en dos equipos de trabajo y se determinó la necesidad de hacer un “diagnóstico social” con cada grupo en orientación hacia estas temáticas.
El grupo que trabajó con niños y niñas realizó su levantamiento de información por medio de la metodología de “acción-participante”, desplegando técnicas de animación socio-cultural. Por medio de diversas actividades recreativas (juegos, dinámicas, arte), los y las estudiantes pudieron interactuar con niños y niñas, y personas adultas del sector, conociendo sus actitudes, opiniones, necesidades e intereses, imaginarios. Esta información, triangulada con datos aportados por la organización, permitió determinar algunas necesidades importantes, especialmente relativas a elementos de agresividad en las familias, y al cuidado e higiene ambiental, desde donde se identificó la presencia de micro basurales y deterioro de la infraestructura y espacios públicos, como plazas o sedes vecinales.
Por su parte, el otro grupo se enfocó en el trabajo con adultos mayores en torno a la producción de memoria local, para lo cual se operó el diagnóstico comunitario por medio de entrevistas en profundidad y análisis temático por categorías. Los resultados apuntaron hacia la necesidad de reconocimiento de la historia fundacional del sector, generada sobre la base de los procesos de lucha por la vivienda y del rol de la mujer pobladora.
Esta fase diagnóstica concluyó con el diseño de una propuesta educativo-recreativa para la promoción de derechos y buenos tratos con niños y niñas, y una propuesta formativo-artística para el reconocimiento y la promoción del rol de la mujer pobladora como elemento histórico e identitario. Ambas apuestas fueron presentadas metodológicamente en modalidad de taller.
Ahora bien, en ambos casos resultó significativo y efectivo el proceso de construcción de una demanda o determinación de necesidades en base a la escucha y contraste con la realidad, tanto de la institución y de los pobladores. En el caso de los niños y niñas pudo apreciarse procesos complejos de malos tratos, lo que determinó que el objetivo de trabajo estuviera dirigido en apoyar esa dimensión problemática, y no el de la limpieza de micro basurales, como se había estimado inicialmente por parte de la organización. Es decir que la misma institución partió de una línea de base diferente a lo que los mismos niños y niñas evidenciaban cuando nos acercábamos a ellos. En el caso de las personas mayores, la relevancia del rol de la mujer también fue escuchada a partir del mayor diálogo y presencia de estas durante el proceso de entrevistas. Lo interesante es que muchos tópicos de análisis no aparecieron en las conversaciones iniciales entre la universidad y la institución, vale decir, que tampoco fue visualizada por la organización a priori.
Es importante indicar que, a lo largo del proceso de diagnóstico comunitario y posteriores talleres, existieron complicaciones que afectaron la calidad del proceso a la praxis comunitaria. Estas complicaciones se expresaron, a veces, en falta de compromisos de la institución contraparte, en la poca disposición de facilitar materiales para talleres, hasta en el incumplimiento de horarios y citas agendadas o disposición de espacios acordados para reuniones o actividades. Sin embargo, en la línea de “elaborar” lo ocurrido y no simplemente entrar en un estado de desmotivación generalizada, hicimos hincapié en que las precariedades que muchas veces experimentan las organizaciones deben ser leídas como elementos inmanentes al contexto en que se desenvuelven, que muchas veces guardan relación con la falta de recursos financieros y operativos para efectuar su trabajo. Parte del trabajo de análisis de los estudiantes estuvo enfocado a comprender que existe entonces una precarización de la gestión organizacional que coincide con el contexto social vulnerado y vulnerable en que la misma institución despliega su labor.
Operar en contextos complejos nos demanda justamente eso, a escuchar la complejidad del contexto, integrado no sólo por pobladores, no sólo por micro basurales o niños y niñas que viven y reproducen ámbitos de violencia. En estos contextos se integran organizaciones sociales, funcionales y territoriales, micro-políticas, dispositivos de salud y educación también complejizados. Como parte de la comunidad, todos los elementos y actores comparten también la situación prevalente, entre la justicia y la injusticia, la identidad y el desarraigo, la indiferencia y el reconocimiento, el fortalecimiento o la deprivación, la pobreza o la riqueza. En este contexto, enfatizamos que el sujeto/objeto de la praxis comunitaria no es una entelequia, como lo parece ser la comunidad cuando de ella se habla en abstracto, situándola en un ideal de relaciones casi inexistentes. Esta, en último caso, representaría un valor o un conjunto de valores (Montero, 2004) positivos o negativos, adecuados o inadecuados, cargada de elementos creativos y naturalizados. El sujeto/objeto de la praxis son actores y acciones, en medio de entrecruzamientos complejos.
Como se ha indicado, este trabajo de análisis a través de la “escucha” culmina en las propuestas de praxis comunitaria que los estudiantes deben desarrollar, acompañados por sus profesores. De allí se desprenden las posibilidades de generar diferentes operaciones pertinentes considerando las características de los ámbitos institucionales, de los habitantes, y los territorios. Tres operaciones fundamentalmente: diagnóstico comunitario, sistematización de experiencias, implementación de un proceso de praxis comunitaria en la modalidad de taller, tal como fue relatado en el caso anterior. Ahora bien, como se podrá imaginar, la experiencia que hemos narrado sobre nuestro proceso de enseñanza comunitaria con estudiantes universitarios bien podrían ser simbolizadas en la metáfora de un viaje; tal vez eso ha sido para nosotros, un viaje. Y como en todo viaje, las cosas nunca son de pura tranquilidad, sino con matices, tensiones, aciertos, dificultades, y conflictos. Es importante indicar algunos de ellos, aunque sea de manera sucinta para enfatizar ciertos elementos de aprendizaje.
El ejercicio de elaboración de la demanda ve emerger a menudo procesos de “identificación” (Scandroglio, Martínez & Sebastián, 2008), donde se cruza la tríada institución-comunidad-universidad. Tal fenómeno se presenta cuando los y las estudiantes toman partido por algunos de los actores de esta relación, siendo generalmente la comunidad. Esto no es ningún elemento negativo a priori, pero sí cuando dicha identificación no pasa por la reflexión, configurando tomas de posiciones enfrentadas con la organización, o incluso con la misma universidad. Es cuando se cree que la universidad no transforma suficientemente las características del territorio, o cuando se considera que la institución sólo reproduce las lógicas establecidas. El peligro de esta operación, cuando no es tomada como objeto de análisis del mismo proceso de praxis, estriba en que cada una de las iniciativas proyectadas se desdibujan, generando transferencias negativas entre los actores: “no quiero trabajar en esta institución, o con este grupo de pobladores, porque no piensa como yo”. Lo importante es hacer que dicha experiencia de identificación llegue al espacio de supervisión docente, incluso en la forma del reclamo o angustia, porque allí se puede trabajar la oposición entre la institución y comunidad, entre la reproducción y la resistencia, entre la creatividad y el mantenimiento del status quo. Sortear esta tensión implica un análisis complejo de las realidades comunitarias, laborales, institucionales y de los posicionamientos de los mismos estudiantes. Tal lugar resulta de la máxima atención en un contexto formativo de estas características, porque el análisis permite resituar el lugar profesional y facilitador de proceso que se encarna en dicho espacio.
A su vez, nos encontramos con las tensiones que generan la escasez de recursos con los que se cuenta para el desarrollo de los proyectos comunitarios, lo que muchas veces impide generar prácticas innovadoras creadas por los mismos estudiantes. Aquí nos enfrentamos ante la dificultad propia de las instituciones que trabajan en el ámbito de lo social, las que se desenvuelven casi siempre en un marco de precariedad. Frente a esto los estudiantes son impelidos a resolver con sus propios recursos las necesidades que se presentan, y a interpelar a la institución a que resuelva el problema, no siempre observando las condiciones estructurales que generan tal situación, lo que provoca, a posteriori, la emergencia de conflictos incluso con los equipos de trabajo de las mismas organizaciones. Aquí el análisis siempre debe versar tanto sobre el esclarecimiento de las condiciones materiales con las que se cuenta para trabajar, como sobre las posibilidades que pueden articularse gracias a la autogestión de los recursos. Autogestión no quiere decir, por supuesto, que los estudiantes deban sacar de sus bolsillos lo necesario para implementar las acciones, sino comprender que pueden existir diversas formar de poder acceder a lo necesario para ello, incluso recurriendo a iniciativas que pueden articularse con los mismos habitantes de los territorios. Esta salida no solamente resuelve el problema económico, sino genera participación e implicación en diferentes actores sociales.
A primera vista, pareciera que, en su sentido práctico, la noción de “individuo” más que la de “comunidad” permite delimitar con mayor precisión el trabajo que se realiza en los territorios, pero esto puede inducir a complicaciones teóricas y metodológicas cuando se trata de la praxis comunitaria. En el ejercicio profesional nos encontramos constantemente con la dicotomía de individuo o comunidad ¿una psicología del individuo o una psicología de las comunidades? ¿Una intervención individual o grupal? ¿Trabajar con el individuo o con el colectivo? Aunque la mayor parte de las veces no nos percatamos de esta dicotomía, consideramos que las consecuencias de la acción o técnica elegida, están también definidas y se condicen con el enfoque desde donde estemos situados. Así, muchas veces olvidamos que si realizamos un proceso de acompañamiento personal, es para que una persona vuelva a sentirse mejor en el mundo social al que forma parte. O al revés, cuando operamos en el campo comunitario, no es para sanar a la comunidad como abstracción, sino para que las personas en su vida personal y social puedan sentirse bien consigo mismas y con los demás, en un medio que promueva y garantice esa experiencia de bienestar, incorporando a todos los actores posibles. En los procesos de praxis comunitaria, nos enfrentamos a la ficción de trabajar o bien con individuos, o bien con comunidades. Esto genera tensión en la medida que, en algún momento, se desdibuja la perspectiva particular sobre la cual se trabaja. En este sentido es importante la focalización de la labor en lo comunitario, que se realiza en dos sentidos: un foco en el fortalecimiento de los actores, como medio para el fortalecimiento comunitario, y un foco en el fortalecimiento de la comunidad, como horizonte, sentido y garante de fortalecimiento de sus participantes.
Por otro lado, debemos reconocer que el ejercicio de aprender sobre la praxis ha sido un desafío marcado por tensiones experimentadas por estudiantes y profesores. De todos modos, siempre la consigna ha sido que debemos desprendernos de modalidades de trabajo “aplicacionistas” en los territorios, ya se trate de modelos de intervención con énfasis en metodologías o en conceptos. Se ha enfatizado más bien la pertinencia de trabajar desde la praxis, lo que implica un proceso exhaustivo de pensar el hacer, pero también “desde” el hacer. Esta labor no simplemente ha requerido que los estudiantes estén al tanto de las metodologías adecuadas para el trabajo comunitario, sino sobre todo que a partir cada acción e iniciativas se desprendan posibilidades para la reflexión, la discusión, la conversación, el análisis, la elaboración de propuestas meditadas, la elaboración de pensamiento, entre todos los participantes. Ahora bien, ¿cómo realizar este ejercicio de praxis, cuando las urgencias de la vida cotidiana institucional no favorecen las posibilidades de hacer una pausa para pensar en lo que se hace? ¿cómo hacer para que la vorágine de actividades no opaque las posibilidades de reflexionar sobre lo desarrollado? ¿qué metodologías utilizar para que la urgencia por los productos no vaya a contracorriente de atender reflexivamente el proceso? A decir verdad, para esto no hay recetas, no obstante el deseo de hacer y pensar a la vez debe poder materializarse en las planificaciones de las iniciativas, y deben poder quedar contempladas como parte de los resultados de aprendizaje, y no simplemente como añadidos del trabajo.
Ahora bien, en todos los casos, e independiente de las iniciativas implementadas, el proceso nos ha permitido ir aprendido colectivamente sobre elementos de suma importancia, si se los considera desde el punto de vista procesual. Hemos aprendido sobre la relevancia de generar elementos de “familiarización” efectivos con el territorio y sus habitantes, porque cuando se hace praxis comunitaria nunca se trata de llegar e instalarse en un territorio, sin mediar procesos de vinculaciones. En efecto, hemos tomado la consideración de conocer a quién se tiene en frente: sus memorias, sus dificultades, sus intensidades relacionales, sus sueños, sus conflictos. Pero, a la vez, nos hemos permitido ofrecer un compartir desde donde los mismos habitantes del territorio también puedan conocernos en nuestros deseos y desafíos: desafíos como estudiantes, y como profesores. No se trata simplemente de conocer al otro, sino de conocer-nos.
Por otro lado, hemos debido aprender a manejar las expectativas que se generan en un espacio formativo como éste, sobre todo porque a menudo cuando se comienza un trabajo de praxis comunitaria éstas son muy elevadas. Hemos aprendido que no necesariamente todo lo planificado en los espacios territoriales o institucionales pueden desarrollarse tal y como están plasmados en el papel, y que de hecho sucede más bien lo contrario: buenas cuotas de improvisación deben articularse para que las iniciativas lleguen a buen puerto. Improvisar no quiere decir hacer lo que sea, con quién sea, sino tener en cuenta que por las más diversas razones se deben considerar tácticas para sortear dificultades. Así, por ejemplo, cuando falla un lugar destinado para la actividad, es necesario saber que eventualmente se puede contar con otro espacio, o si la convocatoria esperada es mucho más baja de los pensado, es imprescindible manejar la situación de modo que la actividad se pueda desarrollar de todas maneras, a pesar de la baja convocatoria; porque más no es mejor. Este asunto es importante, porque la participación de los habitantes en los talleres siempre ha sido un tema que cala muy hondo en los y las estudiantes cuando se trata de las expectativas, lo cual puede producir desmotivaciones importantes en medio del proceso. Se piensa que la baja convocatoria es por un mal trabajo desarrollado, cuando el asunto de la participación responde más bien a elementos estructurales que particulares.
A su vez, la contemplación acerca de lo que podríamos llamar la triada de las “temporalidades” ha sido otro de nuestros aprendizajes. Efectivamente, más temprano que tarde nos hemos percatado de los diferentes tiempos que marcan a los actores involucrados en el proceso de praxis comunitaria. Por una parte, están los tiempos de las instituciones, a menudo atravesadas por las demandas de eficacia y eficiencia del aparato estatal del que, generalmente, reciben el financiamiento. Este tiempo es de vorágine, pues hay que llegar a toda costa con las metas proyectadas, porque muchas veces de ello depende no solamente el pago de los profesionales, sino la continuidad del trabajo. Por otra, están los tiempos del territorio y sus participantes, tiempos heterogéneos, sin duda, pero con una tendencia a la lentitud cotidiana. Este tiempo es más bien parsimonioso en la medida en que no está sujeta a lógicas productivistas, pues la vida cotidiana de los territorios tiene sus propias “duraciones”, más bien pausadas, más bien apaciguadas, aunque no por ello menos intensas. Tal vez deberíamos decir que es otra producción del tiempo la que se pone en juego cuando se trata de los territorios. Y en medio, por fin, encontramos los tiempos de la Universidad, que se caracterizan por una presión extraña. Aquí la presión es siempre académica y está ligada a sus lógicas inmanentes: trabajos de avance de los procesos, informes de planificación, logros de aprendizajes marcados por períodos establecidos, tiempos en que las posibilidades de estar en el territorio están definidas de antemano, según días específicos, horarios, etc. El desafío aquí ha sido cómo poder articular estas diferentes temporalidades.
Por otro lado, y sin duda gracias a todo este viaje, hemos podido tomar conciencia que las “comunidades” e “instituciones” con las que trabajamos para articular praxis comunitarias están cargadas las relaciones de poder, por conflictos, por diversidad de posiciones entre los actores, por desigualdades y distinciones arbitrarias, por ideas en tensión, por imaginarios profundamente divergentes, y deseos que nunca terminan por colmarse, como todo deseo. Hemos comprendido que todos estos elementos son consustanciales a los mismos espacios en los que desarrollamos nuestro trabajo, y que su presencia no debe ser considerada como anomalías de lo comunitario, sino como su condición de posibilidad en la medida en que en ellos radica la posibilidad de articular formas de vida diferentes. En ese sentido, la enseñanza de la praxis comunitaria, al nivel de lo universitario, se juega en las tensiones que van apareciendo, y en el trabajo de análisis sobre ellas. Aquí es donde podemos ver un encuentro práctico, que representa una nueva visión de la institución universitaria, entre una pedagogía crítica y una praxis con incidencia comunitaria. Después de todo: ¿cuál podría ser el desafío de la universidad hoy, sino éste?
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[1] Valga la concepción del término propuesta por autores como Lourau (1994) o Lapassade (1980).
[2] Por tratarse de un análisis que busca exponer elementos de un caso tipo y relevar algunos puntos críticos, quizá sensibles para la institución, no indicaremos datos de identificación de la organización o trabajadores de esta, como así tampoco de otros actores o personas hayan participado en la experiencia.